viernes, 26 de febrero de 2010

Isadora


Juan Secaira
diciembre del 2009

El libro de poemas Isadora, escrito por Rocío Soria, consta de tres partes y un epílogo que configuran un trayecto de dolor, de un dolor llevado al extremo pero sostenido por una contención poética notable. No se trata de una plegaria desesperada y patética, más bien es un canto construido metafóricamente.

Octavio Paz sostiene: “El decir poético no es un querer decir sino un decir irrevocable. El poeta no habla del horror, del amor o del paisaje: los muestra, los recrea”. Es lo que hace Soria, presentarnos a su Isadora, a la única posible, y recordarnos que el poema no es solamente un ejercicio del lenguaje y tampoco una emoción puesta en el papel con desdén; es en la conjunción de ambos en la que los versos cobran vida y se convierten en una energía, en algo más que palabras unidas con talento.

Porque, retomando las palabras de Octavio Paz: “la poesía es un salto mortal o no es nada”. Y el salto de Isadora es definitivo, constante y lento, como un puñal que va desgarrando, sin pausa y armoniosamente, la piel del pasado, del desamor y de la aflicción. Y esa armonía produce un paulatino asombro.

Quiero enfatizar en la imposibilidad de explicar, entendida como un absoluto contundente y sin matices, la poesía, pues se resiste a ser restringida y clasificada sin más, porque es múltiple, diversa y emotiva.

Eso es lo que ha producido en mí la lectura del texto, como sostenida en el tiempo, como el eco de una lamentación repleta de matices, ajena a su entorno próximo y a las convenciones estáticas; así ha afrontado la escritura Soria, distanciándose del dolor para poder convertirlo en lenguaje poético y despreocupada totalmente de las modas o tendencias actuales; que moda y poesía no son compatibles, tal cual lo demuestra este libro.
La base del poemario no es, como puede creerse en un primer momento, la muerte, sino el olvido. Ya en la primera parte se deja ver eso:


Isadora los trozos de la muerte,
Isadora secreteaba cada noche con los sobrevivientes de la locura,

con la degradación del amor,
con los suicidios y otras aves
se masturbaba en su presencia,
atesoraba una sonrisa bajo el puñal del olvido.

El último verso señala el camino, la actitud de Isadora, enfrentada al mundo sin ningún ropaje que la proteja; ella va desprendiéndose de todo: de lo que le agobia, de su amado, de la cordura que aprieta su cuello con delicadeza mortal; y resiste con una sonrisa, sin demostrar debilidad.
Diosa de locos.

Mi corazón es un fardo de huesos rotos,
de flores rotas,
de mariposas esquiladas.

En el conjunto de versos los huesos tienen un papel principal, como muestra de la prolongación de la vida, de la lenta pero sistemática pérdida de la ilusión y de los sueños. Y la protagonista verdaderamente es una diosa de locos, de visiones marginales pero reales, más que cualquier convención impuesta.

La duda y la ambigüedad, bases de la poesía que escapa a un lenguaje informativo o únicamente comunicacional, están presentes al final de la primera parte. El lector se cuestiona sobre quién es esa mujer, cómo se complementa con el yo poético, hacia dónde se dirige, qué significa.

Y las respuestas son múltiples, cada lectura, cada lector tendrá la suya, lo interesante es pasar del primer momento de emotividad a un segundo de apreciación de los versos que ha creado Soria; versos de gran intensidad porque combinan varios objetos con evocaciones artísticas y de la cotidianidad.
En ese sentido, no es tan importante la repetición de palabras, que como ya he dicho responden a un canto, sino lo que queda al margen, lo que completa esa repetición. Así:

Isadora vuelve a nacer como vuelve a morir cuando la sueño,
me quitaré los ojos con la espátula de los óleos.

Añade:
Isadora
música adusta

Y luego:

Hojeo el libro pero bien sé que todo es una visión fantasmal,
que estoy solo
tirando con una caña de pescar acoplada al esófago
de las bocas de las apariciones.

Con estos versos concluye la primera parte, donde se conoce a Isadora, donde el frenesí está latente en la angustia de las situaciones; en la sensación que se instala en el lector que barrunta acerca de esas apariciones. Destaco la referencia a la música adusta, pues, repito, en el libro más que estridencias existe un sentimiento de gran hondura, mucho más sólido y poderoso que un eventual grito de histeria.

La segunda parte comienza con estos versos:

Isadora
languidez moribunda
niñita atontada, dulce.

doble puerta a la locura
temblor en los huesos…

Otra vez los huesos, la locura, la fragilidad y, sin embargo, no la renuncia. Es claro que para el yo poético la muerte, simple y plana, no es la solución; por eso se enfoca y concentra en el proceso de extinción del ser, que es algo totalmente distinto.

La muerte, entonces, no cierra el círculo, pues el devenir del yo tampoco puede concretarse. La naturaleza humana, su fragmentación y su totalidad, está mediatizada por las normas de la sociedad. En ese marco, Isadora, como la poesía, se encuentra fuera de la línea presuntamente lógica de la vida, y es ese desarraigo el que deja una estela de angustia.

El yo poético con frecuencia usa, a más de las repeticiones, palabras y conceptos de la religión pero los mezcla con cuestiones mundanas; de esa dualidad nace la encantadora Isadora, de la combinación de realidades que a veces no se quieren reconocer ante los ojos de los inquisidores que pretenden detener su camino.
Una muestra:

Isadora
el hombre amado
amantedemonio
terminando de nacer desde mi vientre
hostia húmeda
cardumen de ángeles

Otra, en la que se iguala al cielo y al infierno, no como dos contrarios sino como fusionados ante una mirada lúcida (o sea loca para los “parámetros” de la normalidad impuesta por la sociedad):

Isadora

niña del agua,
el cielo está poblado por el mismo sello del infierno,
las serpientes danzan la ceremonia de la estrangulación
en su cuello sin ceñirla con sus anillos.

Lejos de contestar las preguntas de Perogrullo, que muchos desde los círculos de poder se plantean, creando verdades tan absolutas como absurdas, quiero detenerme en la riqueza metafórica de los versos de Rocío Soria. Veamos un ejemplo:

Te nombro,
apoyo mi codo en el borde,
giro la pinza metálica dentro de mi garganta
talvez quede algún postema de ti incrustado todavía,
alguna fiebre por abrir,
alguna cáscara pendiente,
algún sangrado en los hilos sublinguales de mi alma.

¿En qué borde?, se puede preguntar el lector y enseguida las imágenes aparecerán, tanto más cuando se hace referencia al alma y a una característica que recorre todo el poemario: la violencia. Pero una violencia autorealizada, de un lirismo efectivamente en el borde, en el umbral de la existencia.

En la segunda parte del libro ya la tensión va en aumento, ya la sonrisa no es la misma, ahora duele, así como el orgasmo, se dice. El deterioro, el tiempo, la huida imposible han hecho mella.

La tercera parte lleva por título El hombre amado y sus versos confirman lo dicho:

Poesía de demanda solitaria,
ruego,
inquisición,

herida desaguándose,
inmersión profunda.

Aparece nuevamente la autodestrucción, la vía ya no de un escape, más bien de la confirmación de la estancia en el universo, en la cotidianidad:

La mujer sostiene el cuchillo de cortar el pan,
se abre una boca en el muslo,

pequeños duendes la poseen
penetrando por la llaga una y otra vez,
la atraviesan entera,

ningún grito,

solo un tiritar de los objetos,
frascos destemplados en una sinfonía ácida.


Ante esto, y en contraste, la realidad del hombre amado se describe como el girar de un disco repetido. Isadora está presa, pero ama, mas ese amor no la libera, la obliga, la envuelve en una irreductible espera, en un tiempo distinto a su angustia. En contraposición, el hombre amado, como para cerrar el círculo de la vida, llama a su madre, pretende regresar a su origen.

Para Isadora el trayecto ha sido harto diferente, para el lector también, confrontado a valerse de la emoción y también de la razón para acercarse a este universo tan sustancioso. De ahí que en el epílogo se diga:

Todo está frío y rígido ahora

la finitud de los seres,
la fugacidad de sus angustias,

cuerposangre,
cuerpoamor,
cuerponada…

Intensos versos que sintetizan, si eso es posible en poesía, la visión del mundo del yo poético, su lucha, esencialmente fugaz, pero verdadera, que no busca negarse ni redimirse, que entiende que la única salida es mirarse de frente, optar por la lucidez de su propia crueldad para alejarse de las mojigatas convenciones y, finalmente, ser. Tal como los versos de Rocío Soria, tal como la propuesta poética plasmada en su libro.

PROLOGO AL LIBRO ISADORA


Paúl Puma
17 de julio del 2009

A propósito de Isadora de Rocío Soria, quien me ha enviado un correo y se empeña en decir que, quien escribe, es el poeta más representativo de su generación, −ella habla de “la generación”−, debo decir que me alegra saberme pertenencia de una bandada de nuevos escritores de los cuales me distancio ya un poco, por la edad (Rocío Soria: 1979, Paúl Puma: 1972), y mucho más porque en este país el conocimiento de y entre los nuevos escritores jóvenes es prácticamente nulo y porque más contemporáneos a mí, son otros, acaso. Pero, debo decir que me gustaría representarme a mí mismo.

Doy unos pasos, como hizo Diógenes, ante el movimiento (literario) negado por los Eleatas de este tiempo. Hay talento, sinnúmero de lecturas, academia y responsabilidad con la literatura en algunos de los jóvenes autores. Que valga este espacio que me ha brindado Rocío tan generosamente para nombrar −con muchas ausenciaspresencias− a algunos de ellos: Juan Carlos Arteaga, Jorge Luis Cáceres, Bolívar Lucio, Johanna López, Paúl Miño, Freddy Ayala Plazarte, César Carrión, Juan José Rodríguez, Alex Tupiza o Alexis Cuzme, voces tan desconocidas como las de los extintos Pedro Moreno, Cachivache o Carolina Patiño que antes de despertar prefirieron ensombrecerse para siempre. Y hay más, pero no caben aquí.

A Rocío Soria la conocí virtualmente como a una seguidora de mi blog
paulpuma.blogspot.com, un invento escritural que uso hace poco como una herramientabitácora para no perderme de mí mismo. Mediante un click supe que ha ganado algunos premios universitarios y que ha publicado dos poemarios de los que subrayo El cuerpo del hijo: la partición interesante de una frase para dilatar un poema familiar, agudo.
Tuve la oportunidad de escuchar a Rocío en el Encuentro de Escritores
organizado por el Ministerio de Cultura en el Museo de la Palabra en junio / 2008.

Esbozó una parte de Isadora, afable recitativo matizado por una delicadeza singular, no imaginé que constituíase en un libro.

Ahora, si me permite el lector, me quiero referir a, los que creo yo, son los ápices de este texto y para eso recurriré a Kierkergaard ampa-rándome en las ideas de su libro La repetición. Quizás el estilo sea una consecuencia de la repetición. Repetir contínuamente Isadora desde varios flancos provoca en mí la iridiscencia de un pétalo brillante trabajado con habilidad de un artesano ante el mar calmo y a veces tempestuoso de la poesía. Si a Kierkergaard le importa mucho el presente de la convivencia ser y ser, no ser-libroser para afincarse en el gusto por la repetición y su belleza abrumadora, a Soria le interesa la melancolía como el pasado que se quiere volver a repetir en el océano de lo que pudo haber sido y la angustia como una futura repetición de la dicha de soñar un personaje como una esperanza.

La anamnesis o recuerdo de Platón señala a la reminiscencia como vida
misma al interior de esa sinfonía que prevalece en la amalgama poética. Kierkegaard desnuda a Platón en La repetición. Arguye un ósculo inasible donde, insisto, es el mar con su descomunal melodía el que prevalece. Si es verdad, como dice Kierkergaard que la “auténtica repetición, suponiendo que sea posible, hace al hombre feliz...” He
sido feliz en algunos de los pasajes de esa poesía que Rocío Soria ha plagado de velas para conducirnos a ese cielo invertido e infinito donde hemos revelado nuestras propias almas.

El verdadero significado de la repetición en el poema de Soria es atravesado, así como un ángel por lanzas de almizcle “...como un ojo de agua en mi boca por donde se vierten los adioses...”. Y estoy de acuerdo con ella: “Isadora vuelve al círculo, la muerte no es una sola, hay muchas muertes.” Encontramos la llave de una puerta eficaz Rocío: “El recuerdo es el vicio de los solos.”

Isadora: un amor y un alarido


FERNANDO CAZÓN VERA

Rocío Soria entre en su angustia presidida, ya en la confesión poética, por un nombre y una sangrante memoria. Isadora no nos remitirá precisamente a la extraordinaria creadora de la danza moderna sino a un ser más inmediato, más íntimo y hasta más lacerante para la autora de este libro. Libro en el que habla con voz limpia y directa pero necesariamente dura, con una historia que hay que intuir o suponer porque los versos transitan, de comienzo a fin del texto, por el itinerario del dolor.

El mismo nombre de Isadora identifica al personaje central o único que es calificado cada vez, como aplicando la anáfora, con adjetivos del sonoro idioma de la bella Italia o del limpio lenguaje de los castellanos, en las dos primeras partes del libro, sirviendo este recurso preceptivo para abrir cado poema. Prefiriendo la imagen a la metáfora, esta poesía se desliza, verso a verso, a veces áspera y a veces llena de imprecaciones y blasfemias, pero retornando siempre a la ternura. Se desliza en la lectura, insistimos, sin tener miedo a la vida ni a la muerte, tampoco a la palabra irreverente o al término que pudiera parecer pueril. Es la necesidad, supongo, de tener que llamar a las cosas, a los seres y a las circunstancias por sus legítimos nombres para no falsear ni el sentimiento ni la motivación creadora, menos toda esa sedimentación acumulada en el fondo por las más duras experiencias. O sea para dejar salir todo, decantarlo todo, partiendo paradójicamente desde ese silencio inicial de asombro que de repente se desborda en palabras como un río represado que se sale del viejo cauce para inundar tiempo y espacio.

La Poesía es necesariamente un ejercicio memorioso. Y para evadir la trampa de lo formal que pudiera aprisionar la expresión y a veces hasta desvirtuarla, la poeta prefiere el verso libre o blanco. Y como en un acordeón que produce músicas desgarradoras, sus versos se abren a veces como en versículos para de repente reducirse a la menor cantidad de palabras imprescindibles. Y en ese ir y venir dejará que el usuario de la obra ponga lo suyo, no precisamente para redimir al mensaje sino para interpretarlo de acuerdo a su propia realidad y sensibilidad.
Rocío Soria, que no es nueva en el oficio de poetizar, responde a una interesante trayectoria bibliográfica y también de premios obtenidos en certámenes nacionales. Roto el prejuicio que le negaba a la voz femenina derechos y libertades, ella se suma al interesante concierto de mujeres-poetas de nuestro país que han enriquecido el patrimonio literario y lo siguen enriqueciendo con obras como la que ahora comentamos.

jueves, 25 de febrero de 2010

SOBRE ISADORA


Los poetas tienen desarrollado el sentido de la fatalidad. Isadora y El Hombre Amado por su propia naturaleza así lo son. Los textos en este trabajo de Rocío son visualmente muy atractivos e impregnados con una musicalidad poética para exigentes, aderezados con la inyección de leves stoccatos, o el Réquiem de Mozart para que no quede lugar a dudas en un vértigo constante durante la obra. No siempre el amor, ni la nostalgia son claros, algunas veces se ocultan entre líneas en espera de ojos atentos y cómplices. La muerte nos habla al oído entre el viento, pero Rocío lo hace a través de un martilleo insistente en sus poemas. Todo final tiene pájaros, aunque estos estén dando vueltas entre las aspas de un ventilador.

Un poemario brillante, bien pensado desde antes de su concepción.

Arturo Accio
Guadalajara, México
18 de Diciembre 2009
www.arturoaccio.com

ISADORA Y LA TERRIBLE OSCURIDAD DE LOS ESPEJOS



Roberto Reséndiz Carmona
poeta mexicano

Al iniciar la lectura de Isadora, la angustia se aferró a la garganta y el temblor del vientre chasqueo un látigo sobre la misma directriz de los espantos.

Pensé de inmediato en la soledad-orfandad que dejan los recuerdos, en la piel de la manzana, en la infinita sed de los desposeídos que pasan uno a uno a dejar su tristeza en los sepulcros, en el cuaderno de espirales sin quejido.

Cada texto aceleró el corazón como si cabalgara en el pentagrama de un Requiem, en el recorrido fracturado de la imagen, en el mismo infortunio de los santos óleos.

Rocío, deja que Isadora; bese, sueñe, ame, destroce, se sumerja, anide en la tragedia, en las letras que desfilan desafiantes, entre corcheas y negras, entre el silencio y el asombro de la muerte. La deja, la muestra descarnada, dolida y dolorosa, presente en ataúdes, en la oscuridad que a veces nos consume.

Luego, eso repetir una y otra vez su nombre, remarcarlo, burilarlo, dejarlo tatuado en la piel hasta que sangre, hasta que sea un permanente grito en la asquerosa soledad del mundo, hace que duele..., maltrate, martirice con aleteos de ángeles sin nombre.
Y el infortunio sigue..., el estertor del hombre cabalga como loco por los huesos rotos, eternamente ciego, extiende el cuerpo entre serpientes fantasmales, en habitaciones desconocidas, hurga los cristales mientras reza un poema de otro y el suspiro refleja la sombra, el permanente llanto que lo enferma.

Isadora es puerta, polvo, ventana, un grito que habita en la terrible oscuridad de los espejos, en el misterio que forma parte de los daños...

sábado, 20 de febrero de 2010

ISADORA, O LOS RITMOS DE LA PALABRA


Los tiempos que corren demuestran la presencia precaria de la convivencia humana, pero en ellos precisamente pueden tener espacio los hallazgos y las rutas más nuevas, que sustituyen a las nuevas, y a veces terminan en los eternos ciclos de muertes y renaceres. Quiero decir que las incursiones de la palabra poética no solo que admiten nuevos rumbos en estos momentos y en el devenir, sino que los exigen. La poesía crítica, necesaria en estos tiempos críticos, adviene y se hace espacio.
La propuesta de Isadora (última entrega de Rocío Soria, Ediciones del Conesup, 2009) nos coloca ante una tríada que se abre y juega a brindar y escamotear su sentido. Arrancan las dos primeras partes con un enunciado que demuestra atributos de Isadora, y la tercera (“El hombre amado”), con una relación de hechos. Estas entradas a sendas partes del poemario están entre los segmentos más sonoros del libro: una apuesta por la economía del lenguaje, y un apelar a la musicalidad que golpea el oído del lector. Ya en los textos con que nos hallamos tras sortear la primera invocación, parecen inclinarse por afincarse en la idea de que el despojo y el abandono propio son el mejor acicate para emprender la exploración poética. “Isadora bellamorte/ hay un dejo de angustia en las partidas”. Este miedo es el temor de la tribu, pues, atávico como se presenta, hace temblar los pasos de la comunidad, del individuo.


PRIMERA PARTE

Isadora deviene otros estadios de su sustancia que van eslabonando, a través de sus metáforas, una dilatada alegoría que cubre no solo esta parte del libro: puede llegar a ser corazón, niña solitaria, réquiem de Mozart, danza macabra de Saint-Saëns, música adusta, y un largo etcétera en este recorrido de intrincados recodos sonoros. Y parecería que la voz mirara a través del velo del dolor, y que éste le disputa su vaho a la melancolía. Se reconoce, muy pronto, que en todo nacimiento hay una fuerte dosis de trauma, pero hay en el vientre de Isadora “templo sepulcro de los dioses”, haciendo posible, otra vez, un de ciclo de ires y venires (o de nacimientos y muertes). La escritura aprehende el mundo y puede tornar incluso al cuerpo y sus espacios en lugares que ofrecen -y escamotean al mismo tiempo- oportunidades al sentido.
Si llamamos multitud al colectivo destinatario del texto -como hace W. Benjamin-, notaremos que por mucho que se haga por poner distancia con esos otros, la voz lírica está sujeta a su relación con el mundo, sea agitado o se relaje como la línea del horizonte (e incluso así, trasponer dicha línea nos enfrenta al ámbito del misterio).
Los versos de este libro nos hacen admitir la importancia de la memoria, y a veces se muestran a favor y en contra de ella; “el recuerdo es el vicio de los solos”, afirma la voz, para más adelante sentenciar que no es suficiente la hora del estertor, pues están los recuerdos. O sea, la soledad como patrimonio del espíritu, y a su vez la mirada colectiva, donde el estertor es posible. El temor aludido es el miedo que viene de generaciones, aquel que representa los temores de la tribu. Y, en parte, el despojo: abandonarse a la música es importante para el yo poético, sepultar los tiempos anteriores, buscar los nuevos: “las frutas bajo la tierra enmudecen,/ sus hilos,/ sus decúbitos,/ sus úlceras,/ sus azucenas,/ sus trances casuales…”
Más adelante, la escritura es movimiento, agitación de las voces, “aguja errante en el quicio del cuerpo”, donde la mano anuncia el trazado del tiempo y de las individualidades. La sangre que subyace en dichas manos expresa, grita y se declara impúdica, pero ¿qué voz poética no lo resulta serlo?

Los grandes discursos (los dioses) pueden llegar a acoger a la voz, pero muy pronto se nota una incomodidad: “como si la noche fuera una rata ciega”. ¿Qué deja el silencio tras su paso?, los restos de la imperfección que nos enfrentan a un réquiem general por la inocencia. Y una de las posibilidades de lucha es la de los hijos nonatos (tales pueden ser también poemas no vertidos sobre el papel, o las palabras no pronunciadas). La muerte, así, cobra dimensiones distintas, vestida por la palabra de esta voz: “…todas son insignificancias ante el dolor de vivir./ Isadora la sangre en el filo del lienzo,/ el agua al borde de la asfixia”.
Soria sabe que “su voz se ha roto por dentro”, como debe ser. La conciencia de la demolición del discurso se produce como resultado de una proyección de la interioridad del sujeto luego de re-elaborar en su esencia los elementos de fuera. La imago surge como respuesta para ensamblar el esquema de la experiencia de aquel yo. “Toda búsqueda es recurrente”, sentencia la voz y parecería que, en efecto, la búsqueda es más deseada que el acierto o el hallazgo:

hojeo el libro por una señal tuya
por una señal cierta
convencido aún de los pretextos
de los candores de las búsquedas

Nadie puede ocultarse de su propósito final, porque “todo escondite es nulo”, y surge el despojo de uno mismo, el abandonar/se como fórmula para continuar bregando. Si bien presenciamos un tono melancólico, éste toma por momentos una violencia inusitada, donde las imágenes parecen burilarse con brillo propio:

Mi corazón es un fardo de huesos rotos
de flores rotas
de mariposas esquiladas


SEGUNDA PARTE

Asistimos a una gradación que va del dolor al gozo, en ida y retorno. Y aparece el hombre amado, que se erige fuerte pero al mismo tiempo inmerso en repetidos tanteos, pues “ensaya desde el dolor sobre el charco”, y también “escribe en la oscuridad si acaso/ es un modo deliberado de entumecerse/ de hacerse el dormido/ o de vigilar”.
Por otro lado, Isadora, ahora devenida demonionoche y demoniohembra, “posee este cuerpo de cuchillas,/ cuerpo súbito/ cuerpo de abismos/ cuerpo austero”; y aquí hay indicios de esa austeridad que equivale a sobriedad y sencillez, pero que al mismo tiempo se comunica con la adusta música que cruza el libro.
La musicalidad subyace nuevamente, esta vez como cantos: “el hombre amado es un coro de demonios/ un morral de quejas ahora”. No hay seguridad, sino un concierto de dudas, de preguntas que se formula la voz en su búsqueda de las vías para seguir pronunciándose: “el hombre amado/ qué culpa expía,/ qué oscuridad,/ qué palabra,/ qué adioses respira por los garfios”. Los ritmos que la repetición otorga al tono general del poemario encierran acordes similares a los de una campana que repica a muerto, o a su paralelo en el metro clásico, que es el verso de pie quebrado.
Isadora, “niña de niebla”, no solamente es el pre/texto y el con/texto de estas repeticiones rítmicas, sino que es el lugar donde las alimañas prosperan: “alacranes ruedan por su boca// un ciempiés brota por su cornete derecho// renacuajos ruedan por su boca…” Las ceremoniosas alimañas del placer y de la rutina de la maldición.
El amor no se anuncia de cualquier clase, sino como uno capaz de afincarse en la ceguera que profesa Isadora, que avanza pautando los tiempos del silencio, marcándolo como un espacio distinto; ”en un silencio total parecido al del amor”. Por tanto, la perfección se vierte únicamente cercana al absoluto, al silencio total.

Lo residual resulta importante a estas alturas, pues equivale a los remanentes del uno en el otro, hablando de los seres y al resultado de la edificación de esos puentes que nos comunican a todos. Las voces se trenzan hasta influirse y lo residual se vuelca en las páginas, pues queda claro que también hay algo en la voz que viene de un espacio vecino; algo del otro en la voz propia, y viceversa:

Tal vez quede algún postema de ti incrustado todavía,
alguna fiebre por abrir,
alguna cáscara pendiente,
algún sangrado en los hilos sublinguales
de mi alma

La dualidad dolor-placer se muestra en la música: “dolor…/ entre los puntos exactos para la sonrisa o para el orgasmo”. La mínima muerte puede equivaler también a denostar la palabra propia: “Isadora/ termino este texto de mierda/ de rodillas,/ con la cara en la tierra,/ en franco alarido,/ dolor casa de magias,/ lascivia del tiempo”. Y en este proceso hay una crítica que desciende sobre el propio discurso. Es como si a esta voz le asistiera una legitimidad para poder destruir los discursos ajenos, ya que lo hace con el que emana de sí.


EL HOMBRE AMADO

La voz sabe que los caminos a transitar en la poesía son peligrosos (“ la alfombra está llena de agujas”). Y que aunque pretenda no avanzar, la consigna es distinta, para darle cabida a esta herida interminable que es la palabra lírica (“Finge un descuido para que cuchilla siga hasta el final”). Ese final es el inicio, lo que nos lleva nuevamente a un ciclo sin fin. Los avisos para no transitar la parafernalia de la nada y el vacío están allí, claramente:

El miedo arrojó títeres ágiles y acróbatas perfectos
por todos los órganos del hombre,
por todos sus tubos,
por todos sus conductos;
a veces los expulsaba fogosamente,
otras, simplemente los salivaba
erecciones dolorosas,
eyaculaciones contritas.

El hombre amado resulta propicio para una nueva serie de metáforas, una alegoría que recorre de pe a pa al otro; así, el hombre amado es desde calle de siete cruces, hasta carcajada de gotas rojas. Pero en el camino, es cuerpo de incontables nudos y demuestra la eternidad del dolor interminable, que hace que la muerte no llegue. El hombre amado se halla ante la inminencia del prodigio que es la palabra poética (“Poesía de demanda solitaria,/ ruego,/ inquisición,); pero la intensidad adviene de cada elemento de los alrededores, desde “las vulgaridades de los periódicos” hasta el “ritual de alcoba”.
La fantasía, el descubrimiento, propician una constante búsqueda (“nombra objetos desconocidos,/ palabras inexistentes…”), pero me parece que la clave de las intenciones está en reconocer que “las orillas de sus recuerdos son de una escritura indefinida”. El despojo, lo residual, apuntalando las fuerzas para enfrentar la escritura, “pero la pérdida de continuidad en los objetos/ hace que todo le sea desconocido…”. Entonces, afuera están el mundo y su bullicio. Encapsulado en su mundo, el yo poético descubre que, paradójicamente, el lugar mejor para la palabra está en los intersticios.

En Isadora parece no haber lugar para las salidas fáciles. El fondo de los espejos, que suele funcionar en las letras como trampa, aquí “no es un recurso válido”; como no lo es el de las puertas abiertas, ni el respiro profundo. El hombre amado puede ser sujeto de contemplación (“hombre de personaje intenso,/ hombre real,// templo de palabra muerte”). Como cuando se encuentra desvalido, es sujeto de ternura (“un día le hallé hablando con sus manos/ solo/ desnudo”).
Los movimientos son de cuidado, porque cuando se dan en falso, “son inveteradas rutinas”. Asimismo, el momento circular se abre en abanico a las aspas de “morir o engullir”. Surge la pregunta del porqué de la muerte, de las muertes (tácitas, completas, semiinconscientes, perennes, las que quedan”).

EPÍLOGO(S)

Las voces en italiano repartidas y salpicadas en el libro hacen que haya ecos de comunicación entre elementos de distinta índole (ganando evanescencia y poder de sugestión en las asperezas que se logran eslabonando las lenguas). El oxímoron cuerpo nada nos enfrenta a los esfuerzos por constatar los límites entre el todo y el vacío. El silencio se anuncia (“Todo final tiene pájaros entre las aspas del ventilador”) y cuando se emplaza (“Todo está frío y rígido ahora”) se instala a la vez entre la infinitud y finitud de los seres. La invocación (al vacío, a la nada, al silencio) es el vértigo ante el abismo. Quizá la conciencia de la finitud es un paso hacia un saber que se construye paso a paso.

El recorrido que el lector hará cuando lea Isadora no es, en ningún caso, uno que deba enfrentar con disposición neutra. Pues, aunque sus iniciales pasos sean de búsqueda de certezas, pronto caerá en la cuenta de que el quid de la palabra lírica no en éstas sino en aquellas. Por tanto, este poemario nos impele a acompañar a Rocío Soria en su misión de seleccionar y recoger los materiales aprovechables entre los escombros que la modernidad ha dejado a su paso en nuestros espíritus y en nuestros cuerpos. Somos, con la voz que lo impulsa, tropa de cazadores que corre el monte para hallar o levantar el sentido. Es nuestro trabajo desde ahora.

Luis Carlos Mussó
Guayaquil, febrero de 2010