Sientes cómo tiemblan mis manos al escribirte
al buscarte en los espejos
espejos trizas
espejos lluvia
sientes cómo tiemblan mis labios huérfanos
espejos trizas
sientes cómo me enrosco a mi mismo cuerpo
para detenerme tus besos allí donde los dejaste.
De nada serviría que la próxima vez se hayan
corrido cinco micras a la izquierda y media micra hacia abajo.
Todo se detiene
se reinicia donde lo dejaste
hasta la lluvia se me cierra en los ojos.
al buscarte en los espejos
espejos trizas
espejos lluvia
Te siento deambular en mi insomnio
espejos trizas
sientes mi respiración mientras te leo
me detengo en el borde de tus letras con las manos
busco tu mirada
sigo tu mirada
Me guardo
entre las hojas de un libro como quien guarda pétalos
para que no los descubran.
sábado, 14 de enero de 2017
1
manía irrefrenable de atorarme en laberintos
huecos
los callejones se intuyen en esa
maraña de espesas oscuridades
los
plexos se detienen en las esquinas
nadie intuye que ruedo en cada ruido de cada tumba cerrada a medias
los ojos gruñen
los ojos de las cosas tibias
los ojos de araña de los calvarios
individuales
los ojos disecados que
aun creen que trastabillan
los ojos de
la muerte y sus cuencas caóticas
voy
rumbo y ruedo en cada ruido de costilla
luego vuelven las miradas viscosas
mi oquedad
mis lienzos de yeso
trasmuto
ya
no me acuerdo a qué fin
ya no me
acuerdo a qué vine
me queda laberínticamente latir por las calles
escudriñando en las paredes
alucino
me prestidigito los
sueños
él me intuye me dirijo en
círculos hacia sus manos
no tengo
pretexto para digitar
solo para seguir
latiendo
zumbando las alas me eclipso
me dejo suturar por los alfileres de sus
ojos pongo dos puntos-paréntesis-pleura-fascia
aguadija no sé que escalofrío me huele la carne a crimen me escondo de
la noche asesina sintiéndome criminal, me eclipso de mi misma huyo felinamente
hacia la guarida de mi caja torácica
me zurzo de puntadas la garganta
no quiero saber nada de mi
incluso un mal vertiente tumultuoso de voces
me ha lanzado a la lluvia
pero no
quiero llover
quiero incriminar a la
noche a la forma de mis manos
Figura-papel-seda-arroz-hilo, todo me acuchilla
las manos, huelo a crimen
ya no me quiero escuchar
ya no me acuerdo a qué fin
ya no me acuerdo a qué vine
sábado, 7 de enero de 2017
POEMA DE FERNANDO PESSOA EN AUDIO
AL VOLANTE DEL CHEVROLET POR LA CARRETERA DE SINTRA
Locución: Rocío Soria R.
AL VOLANTE DEL CHEVROLET POR LA CARRETERA DE SINTRA
Locución: Rocío Soria R.
jueves, 5 de enero de 2017
p u z z l e
Ya
está, es sin dudarlo, una idea grande, de esas que se te ocurren una sola vez y
hay que hacerlas porque guardarlas es un grave riesgo, manchan. Ahora sí dime
sicótica, ahora sí. Te lo permito. Me gusta esa como suena esa palabra.
Compré treinta y dos sobres manila de
papel kraft de catorce por dieciocho centímetros, preparé un tinte rojo
especial con algunas hojas de bisturí que tenía, improvisé un apósito para
recoger los remanentes con el algodón industrial de la almohada de los cojines
de la sala.
Empapo el apósito con el tinte rojo,
de manera que quede totalmente embebido, lo ato fuertemente a la centrífuga del
motor de la licuadora. Afirmo con cinta maskin los treinta y dos sobres sobre
la pared de modo que parezcan cuadros.
¡Qué festín, todo en absoluto,
incluidos sobres, paredes, libros y yo hemos adquirido un diseño a puntitos
rojos!
He dejado que sequen al ambiente; hay
algunos puntitos que de tan henchidos forman dibujos al resbalarse y pequeños charquitos en el suelo.
Mientras tanto con un cortador de
espuma flex, que tiene niquelina para un corte más perfecto al calor, hago una
huella en el sitio del corte. La carne parece inflamarse alrededor de la zona
de la marca.
Mi abuelo antes de morir me heredó una
caladora eléctrica, había que ganarse la vida de algún modo, decía. Calábamos
maderas con dibujos de muñecos para fabricar puzzles. Para el funcionamiento
correcto de la caladora se requerían 220 Voltios, requeríamos entonces,
conectar los alambres en una toma directa desde el medidor del servicio
eléctrico. Coloco una sierra fina y pequeña, específicamente la que utilizamos
para trabajos minuciosos. Pues el trabajo que tengo en mente hay que hacerlo
piecita por piecita.
Primero, las falanges distales de los
cinco dedos, uno por día claro.
Lunes.
Martes.
Miércoles.
Jueves.
Viernes.
Sábado.
Domin
g
o
.
g
o
.
Luego, para evitar el desangre, carbón
vegetal. Tal como lo vi en una película hace años.
A la siguiente semana luego de lavarme
los muñones para tener una mejor visibilidad, procedo del mismo modo con las
falanges medias, las falanges proximales y los metacarpianos.
Claro, tuve la precaución de colocar
el remitente en el sobre con antelación. No hay de qué preocuparse. Todo bajo
control. Con el pie empujo los sobres bajo su puerta. Es fácil.
El problema es que desde hace una
semana se me han empezado a agotar las piecitas. Este viernes catorce me sacaré
el ojo derecho, talvez los haga con la cucharita del café aunque he pensado en
la centrífuga de la licuadora que me va a ser de mucha utilidad, he previsto
colocar la cabeza en posición mientras el motor se encarga de lo suyo. El
inconveniente es que podría regarse el humor acuoso y el regalo ya no sería el
mismo.
Me pregunto ¿sabrá él que soy yo la de
los regalos?
miércoles, 4 de enero de 2017
Cuando la muerte promete eternidad
Todos sabemos por lo que cuentan nuestros abuelos
que debajo de la ciudad de Quito hay túneles secretos que comunican las
iglesias, pero casi nadie conoce que aquí mismo en la edificación desde la cual
escribo hoy, también hay un túnel que comunica este hospital con el tradicional
Barrio El Dorado.
En este momento me encuentro en la entrada del
túnel, en la fachada oriental del Hospital de Especialidades Eugenio Espejo, la
historia oficial dice que la finalidad de este túnel así construido, era la
evacuación en caso de emergencias o desastres naturales, así como en caso de
guerra una vía de escape.
La leyenda popular en cambio cuenta que en los años
cuarenta cuando la gente de Quito y los valles andinos moría de paludismo, el
espíritu de la muerte vivía en este túnel y salía solo para esperar el
diagnóstico de los galenos junto a la cama de los enfermos.
Tan presente y atenta a todo estaba la silenciosa
muerte que no pudo evitar enamorarse de un médico quiteño de mirada triste y
ojos claros, era el Dr. José Troya quien siempre lucía elegante con su maletín
de cuero y su impecable mandil.
Todo el tiempo él lo dedicaba a sus pacientes y
cuando no estaba en las grandes salas, acudía a la biblioteca enfrascado en investigar
sobre salud pública y la medicina tropical; su padre quien también había sido
médico le había contado que él fue quien atendió personalmente en Guayaquil al
mismísimo Salvador Ramírez, un personaje que se supone ficticio y que pertenece
a la novela de Luis A. Martínez, “A la Costa”. Esa novela es una historia
real le decía su padre, pero qué historia no está extraída de la realidad misma,
concluía.
Inesperado fue este nuevo estado de la muerte, ella
estaba enamorada de la inteligencia y sensibilidad del Dr. Troya, a tal punto que
lo acompañaba siempre y a veces hasta le ayudaba a sanar a los enfermos, así
de algún modo se ahorraba el suplicio de llevárselos, porque la muerte es muy tierna
aunque resulte increíble.
De tanto vivir en el hospital, la muerte se habituó
a todas sus costumbres, seguía cada paso de los especialistas, y en especial de
su amado, sabía que cuando un paciente se ponía grave, la campana repicaba
cinco veces y acudían los médicos; cuando los campanadas eran diez, el llamado
era al capellán que acudía a darle los santos óleos al moribundo; allí era
cuando la muerte se ponía visiblemente nerviosa y cuando los campanazos eran
quince, no había más remedio, acudía el empleado de la morgue a retirar el
cuerpo.
Pero era tanto el amor de la muerte hacia el Dr.
Troya que un día a través de un extraño pacto con un demonio famoso de Quito
cobró forma humana y se convirtió en mujer, sin embargo entre las condiciones
que el demonio le había puesto estaba la restricción de salir durante el día,
es por ello que ella vivía en el interior del túnel y salía solo en las noches.
Esta y no otra es la razón por la que ella siempre lucía tan pálida.
Por la noche cuando sabía que su amado estaba de
guardia, ella lo visitaba haciéndose pasar por enfermera, a él no le era
indiferente la extraña mujer y terminó cediendo a sus encantos, en algo le
hechizaba su sonrisa triste y su erudición, siglos de siglos había vivido la muerte, tenía
tantas historias que contar.
Ambos hicieron de este túnel un lugar para escapar,
un sitio en el que encontrarse, para mirar las estrellas. Vivieron un romance
tórrido, pleno y como ocurre en toda historia de amor, se prometieron eternidad.
Mientras tanto en el hospital el paludismo cedía, los enfermos más graves se
recuperaban y las tasas de mortalidad disminuían notablemente, jamás la
prensa capitalina hubiera imaginado la razón.
Pero el pacto estaba por concluir y la muerte
tendría que volver a su ingrato trabajo, tendría que dejar de ser mujer y
desaparecer en la profundidad de aquel túnel.
La decisión que debía tomar era drástica, dejar a
su amado Dr. Troya, pues ella más que nadie sabía que el deber de un médico es
salvar vidas, quién era ella para impedirlo.
Esa noche se vieron como tantas otras noches en el
hospital, ella sabía que era la última vez; él por su parte estaba ansioso,
había pensado en pedirle en matrimonio y lo hizo, ella aceptó conmovida hasta
las lágrimas, posterior a lo cual no pudo más y echó a correr al interior del
túnel para recobrar su estado etéreo. Él la siguió pensando que se trataba de
un juego, pero un movimiento de la tierra floja de las paredes del túnel hizo
que él quedara entrampado en este tétrico espacio para siempre, cumpliendo así
con el amor eterno que un día se juraron.
Actualmente este túnel se encuentra clausurado, se
había convertido en guarida de mendigos quienes desconociendo la historia vivían
allí y a veces también morían allí.
En noches como la de hoy que me encuentro aquí en
la entrada del túnel cazando fantasmas, el cielo luce despejado y la luna está
roja por un eclipse y a lo lejos como desde las profundidades de la tierra se
escucha como llora la muerte a su amado médico quiteño.
LAS COLACIONES - El dulce seductor de la nostalgia
Ecuador guarda tradición, leyenda viva, historia, seres
míticos y personajes, Luis Banda Smith es uno de estos personajes. Me recibe en
su negocio ubicado en el centro histórico de Quito, en las calles Bolívar e
Imbabura, este hombre tiene el poder mágico de los personajes de los cuentos,
“de hacer con simple azúcar y maní grandes poemas que sobreviven al amor
y al tiempo, de hacer de lo simple algo bello, algo delicioso, como un poema
borgiano” a decir del poeta Xavier Oquendo.
Luis cambió su profesión de ingeniero financiero por el oficio
tradicional más dulce del mundo, no en vano asegura con su habitual gesto
amable, que su oficio es su pasión, las grandes pasiones exigen dejarlo todo,
como el artista que hace del arte su forma de vida.
Escucho un traqueteo rítmico en el fondo, como un sanjuanito
¿será el zapateo de las colaciones que bailan en la paila de Luis?, en efecto,
él agita, remueve y mezcla un preparado de azúcar y vainilla que es la miel y
el maní o las almendras, que poco a poco se van cocinando y tomando esa forma
de esferas blancas, esto lo hace durante dos o cuatro horas, en una paila de
bronce, de casi un siglo de vida, herencia de su abuela, que se calienta al
carbón en un caldero.
Luis ama el color blanco, lo ama desde su emoción de hombre
dulce, me figuro el cuento de los hermanos Grimm, “La casita de chocolate” pero
versión ecuatoriana sería “La casita de azúcar, la casita de colación”, que
podría ser también “La casita de las añoranzas”, cuánta añoranza nos traen los
caramelos…
Las colaciones más que ser una golosina tradicional para el
paladar, lo son para el alma, lo son para el recuerdo, comenta Luis, hay mucha
gente que va a su local solamente por conversar, o a recordar su propia historia,
compran y aprovechan para sentarse a hablar de los tiempos idos. Qué
maravilloso sitio de conversaciones es este, la nostalgia aquí es de un dulce
tan seductor, durante nuestra conversación entran varios niños a quienes Luis
contenta con un dulce, viene una mujer con sus dos hijos, llega un taxi del que
se baja un cliente asiduo de unos setenta años, y es que no hay consumidores de
una edad determinada, hay niños, jóvenes, adultos, y abuelos.
Qué sería de Quito sin colaciones, se pregunta Luis; qué sería
de nosotros si algún día sin más nos levantáramos sin recuerdos.
Sigue el zapateo de las colaciones en la paila mientras Luis
relata que cuando era niño y su abuela manejaba el negocio, pasaba todos los
días Don Pedro “el Manco” Velasco, hermano del Presidente Velasco Ibarra,
frente a la tienda de su abuela y le decía a ella, “no te olvidarás de las
dos”, Luis vivía intrigado por esto y no era para menos, no sabía a qué se
refería Don Pedro; un día le preguntó a su abuela y ella muy sonriente le dijo
como en secreto: “Llévale este paquete a Don Pedro” mientras empaquetaba dos
libras de colaciones. Cuando Luis llegó, Don Pedro le invitó a pasar, Luis se
quedó maravillado, ante la cancha de fútbol que Don Pedro tenía en esa casa del
Centro histórico que por fuera no pretendía tal maravilla. Don Pedro era un
fanático del fútbol, pero más que nada era fanático de las sonrisas de los
niños, e invitaba a Luis y a sus amigos a jugar ahí, mientras él se deleitaba
de su golosina favorita: las colaciones. Supongo, especulando un poco, que la
pasión por el fútbol de Luis algo tiene que ver con ese recuerdo de niño.
Finalmente siempre somos lo que fuimos de niños.
Luis henchido de orgullo y felicidad explica que las
colaciones deben su nombre al alimento que llevan los niños a la escuela, él
entrega entre 100 y 150 fundas semanales de este producto, dice esto mientras
saca una a una a las blancas y traviesas esferas de su bailable cocción y
empaqueta promesas de nuevos recuerdos para niños y grandes.
RANA
...Este olor a carne despostada. Quiero terminar de una vez
este absurdo trabajo que me ha tomado más tiempo del que pensé. Abrir de
adelante hacia atrás es muy demostrativo, sé que así por lo menos se parece a
esas láminas ilustrativas que venían en la anatomía topográfica de Rouviere y
que me servían para soñar en mis horas huecas: las estructuras aponeuróticas,
las membranas, los cruces de nervios… La sangre se vierte tan
auténtica en la vida real tal como gelatina espesa. Es como abrir una llave eso
de hender las cánulas cervicales con el extremo agudo de los cubiertos. Las
arterias parecen ojos de agua pulsátiles de esos de los pozos, conforme el aire
se cuela entre la sangre que se ha resbalado se empiezan a formar grumos.
Incluso esta sangre que recogí en el vaso, empieza a volcarse en un precipitado
difuso: abajo queda una miel amarilla y arriba una papilla de glóbulos marrón
oscuro.
Acierto a meter mis dedos por la carne removida que
practiqué en la tráquea con el cuchillo del pan, los resbalo lenta y tibiamente
por entre las vísceras cervicales y divisiones vasculares, se me figura allí:
la contextura interna de un piano, salvo que estas instalaciones son tibias
como las cloacas de los animales recién muertos. ¡Diablos, me he rasgado la piel del índice en esta
liturgia! La mezcla de sangres no interfiere en el buen sabor que se pretende
al tragarse la sangre de las heridas pequeñitas producidas por objetos
cortopunzantes: los cartílagos a veces son tan puntiagudos sobre todo los cricoides
que están al principio de la tráquea y del esófago. Al fin se quiebran,
cediendo a la fuerza del doblaje y del forcejeo, y al igual que una lámina de
plástico se forma una línea blanca antes de partirse y crac, cede.
Se que debo lograrlo. Lo supe desde el día que jugando me
tocaba la garganta y sentía como vibraban allí adentro unas piececitas
flotantes, yo las movía hacia la derecha y hacia la izquierda, a veces me daba
tos ese movimiento.
En esos instantes quería saber como sonarían las piecitas
cayendo al piso. ¿Sonarán igual que los bracitos plásticos arrancados de las
Barbies? o como cuentas de madera de un viejo collar.
La piel, pensaba, debía ser igual que abrir un gajito de
mandarina y virarlo por el revés, claro que el jugo sería mucho más abundante,
más oscuro, más consistente, algo salado y ferruginoso. Puedo sentir su sabor
en mi lengua como si estuviera en un arrebato de sed...
Recuerdo esa rana que diseccionamos en el colegio anestesiándola
con éter. Su corazón latía dentro de su tórax abierto, evitamos su desangre
ajustando las arterias pulsativas con las pinzas y así su muerte fue más lenta... toda muerte debe ser lenta, toda muerte debe gozar de esa lentitud excelsa, qué de encanto podrían tener las muertes repentinas o las muertes súbitas, la
muerte es de esos postres que hay que gozar hasta el fondo.
Y ese era el caso de la rana, ella había estado latiendo
unos diez minutos más… y otros diez más, y otros...
Me hubiera bastado introducir una aguja y tocar la maquinita del reloj de su corazón para detenerlo y servírmelo como jamoncito para picar. Pero, no lo hice, quise seguir gozándomela, no todos los días se goza, no todos los días uno puede deleitarse de los placeres que esta nos ofrece. Esperé junto con mis compañeros que el efecto del éter se le pasara… el tiempo se hizo corto, generalmente la percepción del tiempo cuando lo disfrutamos se hace breve y en cambio cuando lo sufrimos se vuelve larga y angustiosa, dolor inextinguible, dulce infierno, piedra en el abdomen.
Me hubiera bastado introducir una aguja y tocar la maquinita del reloj de su corazón para detenerlo y servírmelo como jamoncito para picar. Pero, no lo hice, quise seguir gozándomela, no todos los días se goza, no todos los días uno puede deleitarse de los placeres que esta nos ofrece. Esperé junto con mis compañeros que el efecto del éter se le pasara… el tiempo se hizo corto, generalmente la percepción del tiempo cuando lo disfrutamos se hace breve y en cambio cuando lo sufrimos se vuelve larga y angustiosa, dolor inextinguible, dulce infierno, piedra en el abdomen.
Es tan vivo el recuerdo que tengo de la rana que solo me
basta cerrar los ojos, y creo que hasta podría palpar las manchas que dejó
sobre los mandiles al brincar. ¡Qué festín tan agradable!
Me pregunto mientras rememoro todo esto: qué hará el dueño
de este suculento cuello al despertar. Por si acaso he descolgado el teléfono convencional
que hay sobre el velador, y jamás cargo teléfonos celulares por cualquier cosa
que se ofrezca.
Por cierto ¿las manchas de la colcha saldrán o tendré que
utilizar cloro?
Ciudad Destierro - Febrero 2004
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