...Este olor a carne despostada. Quiero terminar de una vez
este absurdo trabajo que me ha tomado más tiempo del que pensé. Abrir de
adelante hacia atrás es muy demostrativo, sé que así por lo menos se parece a
esas láminas ilustrativas que venían en la anatomía topográfica de Rouviere y
que me servían para soñar en mis horas huecas: las estructuras aponeuróticas,
las membranas, los cruces de nervios… La sangre se vierte tan
auténtica en la vida real tal como gelatina espesa. Es como abrir una llave eso
de hender las cánulas cervicales con el extremo agudo de los cubiertos. Las
arterias parecen ojos de agua pulsátiles de esos de los pozos, conforme el aire
se cuela entre la sangre que se ha resbalado se empiezan a formar grumos.
Incluso esta sangre que recogí en el vaso, empieza a volcarse en un precipitado
difuso: abajo queda una miel amarilla y arriba una papilla de glóbulos marrón
oscuro.
Acierto a meter mis dedos por la carne removida que
practiqué en la tráquea con el cuchillo del pan, los resbalo lenta y tibiamente
por entre las vísceras cervicales y divisiones vasculares, se me figura allí:
la contextura interna de un piano, salvo que estas instalaciones son tibias
como las cloacas de los animales recién muertos. ¡Diablos, me he rasgado la piel del índice en esta
liturgia! La mezcla de sangres no interfiere en el buen sabor que se pretende
al tragarse la sangre de las heridas pequeñitas producidas por objetos
cortopunzantes: los cartílagos a veces son tan puntiagudos sobre todo los cricoides
que están al principio de la tráquea y del esófago. Al fin se quiebran,
cediendo a la fuerza del doblaje y del forcejeo, y al igual que una lámina de
plástico se forma una línea blanca antes de partirse y crac, cede.
Se que debo lograrlo. Lo supe desde el día que jugando me
tocaba la garganta y sentía como vibraban allí adentro unas piececitas
flotantes, yo las movía hacia la derecha y hacia la izquierda, a veces me daba
tos ese movimiento.
En esos instantes quería saber como sonarían las piecitas
cayendo al piso. ¿Sonarán igual que los bracitos plásticos arrancados de las
Barbies? o como cuentas de madera de un viejo collar.
La piel, pensaba, debía ser igual que abrir un gajito de
mandarina y virarlo por el revés, claro que el jugo sería mucho más abundante,
más oscuro, más consistente, algo salado y ferruginoso. Puedo sentir su sabor
en mi lengua como si estuviera en un arrebato de sed...
Recuerdo esa rana que diseccionamos en el colegio anestesiándola
con éter. Su corazón latía dentro de su tórax abierto, evitamos su desangre
ajustando las arterias pulsativas con las pinzas y así su muerte fue más lenta... toda muerte debe ser lenta, toda muerte debe gozar de esa lentitud excelsa, qué de encanto podrían tener las muertes repentinas o las muertes súbitas, la
muerte es de esos postres que hay que gozar hasta el fondo.
Y ese era el caso de la rana, ella había estado latiendo
unos diez minutos más… y otros diez más, y otros...
Me hubiera bastado introducir una aguja y tocar la maquinita del reloj de su corazón para detenerlo y servírmelo como jamoncito para picar. Pero, no lo hice, quise seguir gozándomela, no todos los días se goza, no todos los días uno puede deleitarse de los placeres que esta nos ofrece. Esperé junto con mis compañeros que el efecto del éter se le pasara… el tiempo se hizo corto, generalmente la percepción del tiempo cuando lo disfrutamos se hace breve y en cambio cuando lo sufrimos se vuelve larga y angustiosa, dolor inextinguible, dulce infierno, piedra en el abdomen.
Me hubiera bastado introducir una aguja y tocar la maquinita del reloj de su corazón para detenerlo y servírmelo como jamoncito para picar. Pero, no lo hice, quise seguir gozándomela, no todos los días se goza, no todos los días uno puede deleitarse de los placeres que esta nos ofrece. Esperé junto con mis compañeros que el efecto del éter se le pasara… el tiempo se hizo corto, generalmente la percepción del tiempo cuando lo disfrutamos se hace breve y en cambio cuando lo sufrimos se vuelve larga y angustiosa, dolor inextinguible, dulce infierno, piedra en el abdomen.
Es tan vivo el recuerdo que tengo de la rana que solo me
basta cerrar los ojos, y creo que hasta podría palpar las manchas que dejó
sobre los mandiles al brincar. ¡Qué festín tan agradable!
Me pregunto mientras rememoro todo esto: qué hará el dueño
de este suculento cuello al despertar. Por si acaso he descolgado el teléfono convencional
que hay sobre el velador, y jamás cargo teléfonos celulares por cualquier cosa
que se ofrezca.
Por cierto ¿las manchas de la colcha saldrán o tendré que
utilizar cloro?
Ciudad Destierro - Febrero 2004
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