Todos sabemos por lo que cuentan nuestros abuelos
que debajo de la ciudad de Quito hay túneles secretos que comunican las
iglesias, pero casi nadie conoce que aquí mismo en la edificación desde la cual
escribo hoy, también hay un túnel que comunica este hospital con el tradicional
Barrio El Dorado.
En este momento me encuentro en la entrada del
túnel, en la fachada oriental del Hospital de Especialidades Eugenio Espejo, la
historia oficial dice que la finalidad de este túnel así construido, era la
evacuación en caso de emergencias o desastres naturales, así como en caso de
guerra una vía de escape.
La leyenda popular en cambio cuenta que en los años
cuarenta cuando la gente de Quito y los valles andinos moría de paludismo, el
espíritu de la muerte vivía en este túnel y salía solo para esperar el
diagnóstico de los galenos junto a la cama de los enfermos.
Tan presente y atenta a todo estaba la silenciosa
muerte que no pudo evitar enamorarse de un médico quiteño de mirada triste y
ojos claros, era el Dr. José Troya quien siempre lucía elegante con su maletín
de cuero y su impecable mandil.
Todo el tiempo él lo dedicaba a sus pacientes y
cuando no estaba en las grandes salas, acudía a la biblioteca enfrascado en investigar
sobre salud pública y la medicina tropical; su padre quien también había sido
médico le había contado que él fue quien atendió personalmente en Guayaquil al
mismísimo Salvador Ramírez, un personaje que se supone ficticio y que pertenece
a la novela de Luis A. Martínez, “A la Costa”. Esa novela es una historia
real le decía su padre, pero qué historia no está extraída de la realidad misma,
concluía.
Inesperado fue este nuevo estado de la muerte, ella
estaba enamorada de la inteligencia y sensibilidad del Dr. Troya, a tal punto que
lo acompañaba siempre y a veces hasta le ayudaba a sanar a los enfermos, así
de algún modo se ahorraba el suplicio de llevárselos, porque la muerte es muy tierna
aunque resulte increíble.
De tanto vivir en el hospital, la muerte se habituó
a todas sus costumbres, seguía cada paso de los especialistas, y en especial de
su amado, sabía que cuando un paciente se ponía grave, la campana repicaba
cinco veces y acudían los médicos; cuando los campanadas eran diez, el llamado
era al capellán que acudía a darle los santos óleos al moribundo; allí era
cuando la muerte se ponía visiblemente nerviosa y cuando los campanazos eran
quince, no había más remedio, acudía el empleado de la morgue a retirar el
cuerpo.
Pero era tanto el amor de la muerte hacia el Dr.
Troya que un día a través de un extraño pacto con un demonio famoso de Quito
cobró forma humana y se convirtió en mujer, sin embargo entre las condiciones
que el demonio le había puesto estaba la restricción de salir durante el día,
es por ello que ella vivía en el interior del túnel y salía solo en las noches.
Esta y no otra es la razón por la que ella siempre lucía tan pálida.
Por la noche cuando sabía que su amado estaba de
guardia, ella lo visitaba haciéndose pasar por enfermera, a él no le era
indiferente la extraña mujer y terminó cediendo a sus encantos, en algo le
hechizaba su sonrisa triste y su erudición, siglos de siglos había vivido la muerte, tenía
tantas historias que contar.
Ambos hicieron de este túnel un lugar para escapar,
un sitio en el que encontrarse, para mirar las estrellas. Vivieron un romance
tórrido, pleno y como ocurre en toda historia de amor, se prometieron eternidad.
Mientras tanto en el hospital el paludismo cedía, los enfermos más graves se
recuperaban y las tasas de mortalidad disminuían notablemente, jamás la
prensa capitalina hubiera imaginado la razón.
Pero el pacto estaba por concluir y la muerte
tendría que volver a su ingrato trabajo, tendría que dejar de ser mujer y
desaparecer en la profundidad de aquel túnel.
La decisión que debía tomar era drástica, dejar a
su amado Dr. Troya, pues ella más que nadie sabía que el deber de un médico es
salvar vidas, quién era ella para impedirlo.
Esa noche se vieron como tantas otras noches en el
hospital, ella sabía que era la última vez; él por su parte estaba ansioso,
había pensado en pedirle en matrimonio y lo hizo, ella aceptó conmovida hasta
las lágrimas, posterior a lo cual no pudo más y echó a correr al interior del
túnel para recobrar su estado etéreo. Él la siguió pensando que se trataba de
un juego, pero un movimiento de la tierra floja de las paredes del túnel hizo
que él quedara entrampado en este tétrico espacio para siempre, cumpliendo así
con el amor eterno que un día se juraron.
Actualmente este túnel se encuentra clausurado, se
había convertido en guarida de mendigos quienes desconociendo la historia vivían
allí y a veces también morían allí.
En noches como la de hoy que me encuentro aquí en
la entrada del túnel cazando fantasmas, el cielo luce despejado y la luna está
roja por un eclipse y a lo lejos como desde las profundidades de la tierra se
escucha como llora la muerte a su amado médico quiteño.
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