sábado, 20 de febrero de 2010

ISADORA, O LOS RITMOS DE LA PALABRA


Los tiempos que corren demuestran la presencia precaria de la convivencia humana, pero en ellos precisamente pueden tener espacio los hallazgos y las rutas más nuevas, que sustituyen a las nuevas, y a veces terminan en los eternos ciclos de muertes y renaceres. Quiero decir que las incursiones de la palabra poética no solo que admiten nuevos rumbos en estos momentos y en el devenir, sino que los exigen. La poesía crítica, necesaria en estos tiempos críticos, adviene y se hace espacio.
La propuesta de Isadora (última entrega de Rocío Soria, Ediciones del Conesup, 2009) nos coloca ante una tríada que se abre y juega a brindar y escamotear su sentido. Arrancan las dos primeras partes con un enunciado que demuestra atributos de Isadora, y la tercera (“El hombre amado”), con una relación de hechos. Estas entradas a sendas partes del poemario están entre los segmentos más sonoros del libro: una apuesta por la economía del lenguaje, y un apelar a la musicalidad que golpea el oído del lector. Ya en los textos con que nos hallamos tras sortear la primera invocación, parecen inclinarse por afincarse en la idea de que el despojo y el abandono propio son el mejor acicate para emprender la exploración poética. “Isadora bellamorte/ hay un dejo de angustia en las partidas”. Este miedo es el temor de la tribu, pues, atávico como se presenta, hace temblar los pasos de la comunidad, del individuo.


PRIMERA PARTE

Isadora deviene otros estadios de su sustancia que van eslabonando, a través de sus metáforas, una dilatada alegoría que cubre no solo esta parte del libro: puede llegar a ser corazón, niña solitaria, réquiem de Mozart, danza macabra de Saint-Saëns, música adusta, y un largo etcétera en este recorrido de intrincados recodos sonoros. Y parecería que la voz mirara a través del velo del dolor, y que éste le disputa su vaho a la melancolía. Se reconoce, muy pronto, que en todo nacimiento hay una fuerte dosis de trauma, pero hay en el vientre de Isadora “templo sepulcro de los dioses”, haciendo posible, otra vez, un de ciclo de ires y venires (o de nacimientos y muertes). La escritura aprehende el mundo y puede tornar incluso al cuerpo y sus espacios en lugares que ofrecen -y escamotean al mismo tiempo- oportunidades al sentido.
Si llamamos multitud al colectivo destinatario del texto -como hace W. Benjamin-, notaremos que por mucho que se haga por poner distancia con esos otros, la voz lírica está sujeta a su relación con el mundo, sea agitado o se relaje como la línea del horizonte (e incluso así, trasponer dicha línea nos enfrenta al ámbito del misterio).
Los versos de este libro nos hacen admitir la importancia de la memoria, y a veces se muestran a favor y en contra de ella; “el recuerdo es el vicio de los solos”, afirma la voz, para más adelante sentenciar que no es suficiente la hora del estertor, pues están los recuerdos. O sea, la soledad como patrimonio del espíritu, y a su vez la mirada colectiva, donde el estertor es posible. El temor aludido es el miedo que viene de generaciones, aquel que representa los temores de la tribu. Y, en parte, el despojo: abandonarse a la música es importante para el yo poético, sepultar los tiempos anteriores, buscar los nuevos: “las frutas bajo la tierra enmudecen,/ sus hilos,/ sus decúbitos,/ sus úlceras,/ sus azucenas,/ sus trances casuales…”
Más adelante, la escritura es movimiento, agitación de las voces, “aguja errante en el quicio del cuerpo”, donde la mano anuncia el trazado del tiempo y de las individualidades. La sangre que subyace en dichas manos expresa, grita y se declara impúdica, pero ¿qué voz poética no lo resulta serlo?

Los grandes discursos (los dioses) pueden llegar a acoger a la voz, pero muy pronto se nota una incomodidad: “como si la noche fuera una rata ciega”. ¿Qué deja el silencio tras su paso?, los restos de la imperfección que nos enfrentan a un réquiem general por la inocencia. Y una de las posibilidades de lucha es la de los hijos nonatos (tales pueden ser también poemas no vertidos sobre el papel, o las palabras no pronunciadas). La muerte, así, cobra dimensiones distintas, vestida por la palabra de esta voz: “…todas son insignificancias ante el dolor de vivir./ Isadora la sangre en el filo del lienzo,/ el agua al borde de la asfixia”.
Soria sabe que “su voz se ha roto por dentro”, como debe ser. La conciencia de la demolición del discurso se produce como resultado de una proyección de la interioridad del sujeto luego de re-elaborar en su esencia los elementos de fuera. La imago surge como respuesta para ensamblar el esquema de la experiencia de aquel yo. “Toda búsqueda es recurrente”, sentencia la voz y parecería que, en efecto, la búsqueda es más deseada que el acierto o el hallazgo:

hojeo el libro por una señal tuya
por una señal cierta
convencido aún de los pretextos
de los candores de las búsquedas

Nadie puede ocultarse de su propósito final, porque “todo escondite es nulo”, y surge el despojo de uno mismo, el abandonar/se como fórmula para continuar bregando. Si bien presenciamos un tono melancólico, éste toma por momentos una violencia inusitada, donde las imágenes parecen burilarse con brillo propio:

Mi corazón es un fardo de huesos rotos
de flores rotas
de mariposas esquiladas


SEGUNDA PARTE

Asistimos a una gradación que va del dolor al gozo, en ida y retorno. Y aparece el hombre amado, que se erige fuerte pero al mismo tiempo inmerso en repetidos tanteos, pues “ensaya desde el dolor sobre el charco”, y también “escribe en la oscuridad si acaso/ es un modo deliberado de entumecerse/ de hacerse el dormido/ o de vigilar”.
Por otro lado, Isadora, ahora devenida demonionoche y demoniohembra, “posee este cuerpo de cuchillas,/ cuerpo súbito/ cuerpo de abismos/ cuerpo austero”; y aquí hay indicios de esa austeridad que equivale a sobriedad y sencillez, pero que al mismo tiempo se comunica con la adusta música que cruza el libro.
La musicalidad subyace nuevamente, esta vez como cantos: “el hombre amado es un coro de demonios/ un morral de quejas ahora”. No hay seguridad, sino un concierto de dudas, de preguntas que se formula la voz en su búsqueda de las vías para seguir pronunciándose: “el hombre amado/ qué culpa expía,/ qué oscuridad,/ qué palabra,/ qué adioses respira por los garfios”. Los ritmos que la repetición otorga al tono general del poemario encierran acordes similares a los de una campana que repica a muerto, o a su paralelo en el metro clásico, que es el verso de pie quebrado.
Isadora, “niña de niebla”, no solamente es el pre/texto y el con/texto de estas repeticiones rítmicas, sino que es el lugar donde las alimañas prosperan: “alacranes ruedan por su boca// un ciempiés brota por su cornete derecho// renacuajos ruedan por su boca…” Las ceremoniosas alimañas del placer y de la rutina de la maldición.
El amor no se anuncia de cualquier clase, sino como uno capaz de afincarse en la ceguera que profesa Isadora, que avanza pautando los tiempos del silencio, marcándolo como un espacio distinto; ”en un silencio total parecido al del amor”. Por tanto, la perfección se vierte únicamente cercana al absoluto, al silencio total.

Lo residual resulta importante a estas alturas, pues equivale a los remanentes del uno en el otro, hablando de los seres y al resultado de la edificación de esos puentes que nos comunican a todos. Las voces se trenzan hasta influirse y lo residual se vuelca en las páginas, pues queda claro que también hay algo en la voz que viene de un espacio vecino; algo del otro en la voz propia, y viceversa:

Tal vez quede algún postema de ti incrustado todavía,
alguna fiebre por abrir,
alguna cáscara pendiente,
algún sangrado en los hilos sublinguales
de mi alma

La dualidad dolor-placer se muestra en la música: “dolor…/ entre los puntos exactos para la sonrisa o para el orgasmo”. La mínima muerte puede equivaler también a denostar la palabra propia: “Isadora/ termino este texto de mierda/ de rodillas,/ con la cara en la tierra,/ en franco alarido,/ dolor casa de magias,/ lascivia del tiempo”. Y en este proceso hay una crítica que desciende sobre el propio discurso. Es como si a esta voz le asistiera una legitimidad para poder destruir los discursos ajenos, ya que lo hace con el que emana de sí.


EL HOMBRE AMADO

La voz sabe que los caminos a transitar en la poesía son peligrosos (“ la alfombra está llena de agujas”). Y que aunque pretenda no avanzar, la consigna es distinta, para darle cabida a esta herida interminable que es la palabra lírica (“Finge un descuido para que cuchilla siga hasta el final”). Ese final es el inicio, lo que nos lleva nuevamente a un ciclo sin fin. Los avisos para no transitar la parafernalia de la nada y el vacío están allí, claramente:

El miedo arrojó títeres ágiles y acróbatas perfectos
por todos los órganos del hombre,
por todos sus tubos,
por todos sus conductos;
a veces los expulsaba fogosamente,
otras, simplemente los salivaba
erecciones dolorosas,
eyaculaciones contritas.

El hombre amado resulta propicio para una nueva serie de metáforas, una alegoría que recorre de pe a pa al otro; así, el hombre amado es desde calle de siete cruces, hasta carcajada de gotas rojas. Pero en el camino, es cuerpo de incontables nudos y demuestra la eternidad del dolor interminable, que hace que la muerte no llegue. El hombre amado se halla ante la inminencia del prodigio que es la palabra poética (“Poesía de demanda solitaria,/ ruego,/ inquisición,); pero la intensidad adviene de cada elemento de los alrededores, desde “las vulgaridades de los periódicos” hasta el “ritual de alcoba”.
La fantasía, el descubrimiento, propician una constante búsqueda (“nombra objetos desconocidos,/ palabras inexistentes…”), pero me parece que la clave de las intenciones está en reconocer que “las orillas de sus recuerdos son de una escritura indefinida”. El despojo, lo residual, apuntalando las fuerzas para enfrentar la escritura, “pero la pérdida de continuidad en los objetos/ hace que todo le sea desconocido…”. Entonces, afuera están el mundo y su bullicio. Encapsulado en su mundo, el yo poético descubre que, paradójicamente, el lugar mejor para la palabra está en los intersticios.

En Isadora parece no haber lugar para las salidas fáciles. El fondo de los espejos, que suele funcionar en las letras como trampa, aquí “no es un recurso válido”; como no lo es el de las puertas abiertas, ni el respiro profundo. El hombre amado puede ser sujeto de contemplación (“hombre de personaje intenso,/ hombre real,// templo de palabra muerte”). Como cuando se encuentra desvalido, es sujeto de ternura (“un día le hallé hablando con sus manos/ solo/ desnudo”).
Los movimientos son de cuidado, porque cuando se dan en falso, “son inveteradas rutinas”. Asimismo, el momento circular se abre en abanico a las aspas de “morir o engullir”. Surge la pregunta del porqué de la muerte, de las muertes (tácitas, completas, semiinconscientes, perennes, las que quedan”).

EPÍLOGO(S)

Las voces en italiano repartidas y salpicadas en el libro hacen que haya ecos de comunicación entre elementos de distinta índole (ganando evanescencia y poder de sugestión en las asperezas que se logran eslabonando las lenguas). El oxímoron cuerpo nada nos enfrenta a los esfuerzos por constatar los límites entre el todo y el vacío. El silencio se anuncia (“Todo final tiene pájaros entre las aspas del ventilador”) y cuando se emplaza (“Todo está frío y rígido ahora”) se instala a la vez entre la infinitud y finitud de los seres. La invocación (al vacío, a la nada, al silencio) es el vértigo ante el abismo. Quizá la conciencia de la finitud es un paso hacia un saber que se construye paso a paso.

El recorrido que el lector hará cuando lea Isadora no es, en ningún caso, uno que deba enfrentar con disposición neutra. Pues, aunque sus iniciales pasos sean de búsqueda de certezas, pronto caerá en la cuenta de que el quid de la palabra lírica no en éstas sino en aquellas. Por tanto, este poemario nos impele a acompañar a Rocío Soria en su misión de seleccionar y recoger los materiales aprovechables entre los escombros que la modernidad ha dejado a su paso en nuestros espíritus y en nuestros cuerpos. Somos, con la voz que lo impulsa, tropa de cazadores que corre el monte para hallar o levantar el sentido. Es nuestro trabajo desde ahora.

Luis Carlos Mussó
Guayaquil, febrero de 2010

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