viernes, 26 de febrero de 2010

Isadora


Juan Secaira
diciembre del 2009

El libro de poemas Isadora, escrito por Rocío Soria, consta de tres partes y un epílogo que configuran un trayecto de dolor, de un dolor llevado al extremo pero sostenido por una contención poética notable. No se trata de una plegaria desesperada y patética, más bien es un canto construido metafóricamente.

Octavio Paz sostiene: “El decir poético no es un querer decir sino un decir irrevocable. El poeta no habla del horror, del amor o del paisaje: los muestra, los recrea”. Es lo que hace Soria, presentarnos a su Isadora, a la única posible, y recordarnos que el poema no es solamente un ejercicio del lenguaje y tampoco una emoción puesta en el papel con desdén; es en la conjunción de ambos en la que los versos cobran vida y se convierten en una energía, en algo más que palabras unidas con talento.

Porque, retomando las palabras de Octavio Paz: “la poesía es un salto mortal o no es nada”. Y el salto de Isadora es definitivo, constante y lento, como un puñal que va desgarrando, sin pausa y armoniosamente, la piel del pasado, del desamor y de la aflicción. Y esa armonía produce un paulatino asombro.

Quiero enfatizar en la imposibilidad de explicar, entendida como un absoluto contundente y sin matices, la poesía, pues se resiste a ser restringida y clasificada sin más, porque es múltiple, diversa y emotiva.

Eso es lo que ha producido en mí la lectura del texto, como sostenida en el tiempo, como el eco de una lamentación repleta de matices, ajena a su entorno próximo y a las convenciones estáticas; así ha afrontado la escritura Soria, distanciándose del dolor para poder convertirlo en lenguaje poético y despreocupada totalmente de las modas o tendencias actuales; que moda y poesía no son compatibles, tal cual lo demuestra este libro.
La base del poemario no es, como puede creerse en un primer momento, la muerte, sino el olvido. Ya en la primera parte se deja ver eso:


Isadora los trozos de la muerte,
Isadora secreteaba cada noche con los sobrevivientes de la locura,

con la degradación del amor,
con los suicidios y otras aves
se masturbaba en su presencia,
atesoraba una sonrisa bajo el puñal del olvido.

El último verso señala el camino, la actitud de Isadora, enfrentada al mundo sin ningún ropaje que la proteja; ella va desprendiéndose de todo: de lo que le agobia, de su amado, de la cordura que aprieta su cuello con delicadeza mortal; y resiste con una sonrisa, sin demostrar debilidad.
Diosa de locos.

Mi corazón es un fardo de huesos rotos,
de flores rotas,
de mariposas esquiladas.

En el conjunto de versos los huesos tienen un papel principal, como muestra de la prolongación de la vida, de la lenta pero sistemática pérdida de la ilusión y de los sueños. Y la protagonista verdaderamente es una diosa de locos, de visiones marginales pero reales, más que cualquier convención impuesta.

La duda y la ambigüedad, bases de la poesía que escapa a un lenguaje informativo o únicamente comunicacional, están presentes al final de la primera parte. El lector se cuestiona sobre quién es esa mujer, cómo se complementa con el yo poético, hacia dónde se dirige, qué significa.

Y las respuestas son múltiples, cada lectura, cada lector tendrá la suya, lo interesante es pasar del primer momento de emotividad a un segundo de apreciación de los versos que ha creado Soria; versos de gran intensidad porque combinan varios objetos con evocaciones artísticas y de la cotidianidad.
En ese sentido, no es tan importante la repetición de palabras, que como ya he dicho responden a un canto, sino lo que queda al margen, lo que completa esa repetición. Así:

Isadora vuelve a nacer como vuelve a morir cuando la sueño,
me quitaré los ojos con la espátula de los óleos.

Añade:
Isadora
música adusta

Y luego:

Hojeo el libro pero bien sé que todo es una visión fantasmal,
que estoy solo
tirando con una caña de pescar acoplada al esófago
de las bocas de las apariciones.

Con estos versos concluye la primera parte, donde se conoce a Isadora, donde el frenesí está latente en la angustia de las situaciones; en la sensación que se instala en el lector que barrunta acerca de esas apariciones. Destaco la referencia a la música adusta, pues, repito, en el libro más que estridencias existe un sentimiento de gran hondura, mucho más sólido y poderoso que un eventual grito de histeria.

La segunda parte comienza con estos versos:

Isadora
languidez moribunda
niñita atontada, dulce.

doble puerta a la locura
temblor en los huesos…

Otra vez los huesos, la locura, la fragilidad y, sin embargo, no la renuncia. Es claro que para el yo poético la muerte, simple y plana, no es la solución; por eso se enfoca y concentra en el proceso de extinción del ser, que es algo totalmente distinto.

La muerte, entonces, no cierra el círculo, pues el devenir del yo tampoco puede concretarse. La naturaleza humana, su fragmentación y su totalidad, está mediatizada por las normas de la sociedad. En ese marco, Isadora, como la poesía, se encuentra fuera de la línea presuntamente lógica de la vida, y es ese desarraigo el que deja una estela de angustia.

El yo poético con frecuencia usa, a más de las repeticiones, palabras y conceptos de la religión pero los mezcla con cuestiones mundanas; de esa dualidad nace la encantadora Isadora, de la combinación de realidades que a veces no se quieren reconocer ante los ojos de los inquisidores que pretenden detener su camino.
Una muestra:

Isadora
el hombre amado
amantedemonio
terminando de nacer desde mi vientre
hostia húmeda
cardumen de ángeles

Otra, en la que se iguala al cielo y al infierno, no como dos contrarios sino como fusionados ante una mirada lúcida (o sea loca para los “parámetros” de la normalidad impuesta por la sociedad):

Isadora

niña del agua,
el cielo está poblado por el mismo sello del infierno,
las serpientes danzan la ceremonia de la estrangulación
en su cuello sin ceñirla con sus anillos.

Lejos de contestar las preguntas de Perogrullo, que muchos desde los círculos de poder se plantean, creando verdades tan absolutas como absurdas, quiero detenerme en la riqueza metafórica de los versos de Rocío Soria. Veamos un ejemplo:

Te nombro,
apoyo mi codo en el borde,
giro la pinza metálica dentro de mi garganta
talvez quede algún postema de ti incrustado todavía,
alguna fiebre por abrir,
alguna cáscara pendiente,
algún sangrado en los hilos sublinguales de mi alma.

¿En qué borde?, se puede preguntar el lector y enseguida las imágenes aparecerán, tanto más cuando se hace referencia al alma y a una característica que recorre todo el poemario: la violencia. Pero una violencia autorealizada, de un lirismo efectivamente en el borde, en el umbral de la existencia.

En la segunda parte del libro ya la tensión va en aumento, ya la sonrisa no es la misma, ahora duele, así como el orgasmo, se dice. El deterioro, el tiempo, la huida imposible han hecho mella.

La tercera parte lleva por título El hombre amado y sus versos confirman lo dicho:

Poesía de demanda solitaria,
ruego,
inquisición,

herida desaguándose,
inmersión profunda.

Aparece nuevamente la autodestrucción, la vía ya no de un escape, más bien de la confirmación de la estancia en el universo, en la cotidianidad:

La mujer sostiene el cuchillo de cortar el pan,
se abre una boca en el muslo,

pequeños duendes la poseen
penetrando por la llaga una y otra vez,
la atraviesan entera,

ningún grito,

solo un tiritar de los objetos,
frascos destemplados en una sinfonía ácida.


Ante esto, y en contraste, la realidad del hombre amado se describe como el girar de un disco repetido. Isadora está presa, pero ama, mas ese amor no la libera, la obliga, la envuelve en una irreductible espera, en un tiempo distinto a su angustia. En contraposición, el hombre amado, como para cerrar el círculo de la vida, llama a su madre, pretende regresar a su origen.

Para Isadora el trayecto ha sido harto diferente, para el lector también, confrontado a valerse de la emoción y también de la razón para acercarse a este universo tan sustancioso. De ahí que en el epílogo se diga:

Todo está frío y rígido ahora

la finitud de los seres,
la fugacidad de sus angustias,

cuerposangre,
cuerpoamor,
cuerponada…

Intensos versos que sintetizan, si eso es posible en poesía, la visión del mundo del yo poético, su lucha, esencialmente fugaz, pero verdadera, que no busca negarse ni redimirse, que entiende que la única salida es mirarse de frente, optar por la lucidez de su propia crueldad para alejarse de las mojigatas convenciones y, finalmente, ser. Tal como los versos de Rocío Soria, tal como la propuesta poética plasmada en su libro.

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